El aire, elemento primordial o la mujer de viento susurrante

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“He intentado escribir el Paraíso:

No te muevas. Deja que hable la brisa suave.

Ese es el Paraíso”.

Ezra Pound

 

En estos días voy a entrar en los sesenta años de existencia. Punto esencial de mi vida en donde siento de manera muy cierta la vertiente que expresa todas las energías del alma, después de este recorrido que ha sido largo, intenso y muchas veces doloroso. Y es en este punto, en este hito donde empiezo a entender – con una sabiduría que me rebasa en todos los sentidos -, qué es el Paraíso: “Retornar” a esa pureza de los inicios, como si fuera el primer hombre venido de la tierra. Ese hombre al que el soplo del creador le insuflara la vida.

Bajo el influjo de estos sentires, veo claramente como ese elemento de la creación: El Aire, es que el que otorga y sostiene la vida, el que lo anima todo, el que rige su ritmo y su oscilación, el que marca nuestra propia respiración. Desde su gruta, el profeta Eliseo no encontró la voz del creador en el fuego, ni en la fuerza telúrica de la tierra, ni en las aguas: El aire sigue siendo aquel elemento que persiste y sostiene a la creación desde sus inicios: la presencia de Dios, está en el susurro.

En medio de mi auto-impuesta soledad, que proclamaba todas las búsquedas, llego a este punto de manera inocente, completamente desnudo al encuentro de todas las certezas o al punto central que las convoca. Sitio exacto en donde una mujer que como diría el poeta, no ha sido profetizada, ni lisonjeada, ni esperada, me susurra debajo de un árbol este canto: “Retorna el ave al vuelo del paraíso…Susurro pasillos, pisadas de encuentros. Amalgama un sendero en la hierba que nace al encuentro con la Huella. El sol replicante en el rostro de alma. Pulsa la brisa el despertar sonoro del árbol sombreado…”

Este susurro sonoro del árbol sombreado que se desprende en secreto de sus labios como la manzana original, ha revocado irremisiblemente y para siempre mi auto-impuesta soledad, para convertirse en el camino de retorno al origen, al Génesis, al inicio de todos los inicios: No es bueno que el hombre esté solo (Génesis 1, 25-19), piensa el creador y a través del sueño, saca de lo más profundo de su pecho a esa mujer que será su compañera. En el Génesis, esta se convierte en carne de su carne y hueso de sus huesos. Salida de sí mismo, desde su propio interior, de su punto más secreto.

Es sin embargo y podría jurarlo (investido de la certeza única e irrepetible que me hace asumir con toda la potencia que el amor otorga a esta mujer susurrante), que mi retorno, mi regreso al origen, mi Génesis, no se revela por su salida hacia el afuera de mí mismo, o como una extensión de mi carne y de mis huesos. Nada tiene que ver con ese exilio que provocan las salidas, el desmembramiento dramático con el que se inicia la búsqueda eterna e inalcanzable de la plenitud perdida, cuya única evidencia es una herida en el costado.

A la inversa de lo que narra el Génesis y con el asombro que apenas permiten mis ojos abiertos a la vivencia más viva (y no soñada), esta mujer de carne y hueso y por sus propios pasos, atraviesa dulcemente y hacia adentro, esa herida en el costado para regresar a mí, a mi propio centro, a lo más interno de mi corazón, para restituir y recomponer la vida. Ya no es el creador quien insufla el aliento vital. Es ella, con su propia boca quien me vive y me revive con su aliento. Su respiración acompasada sobre mi propio respirar, cerca, muy cerca, lo más cerca posible. Es a través de ella como mi propia oscilación se ha vuelto sabia. Ella mi insufla, me llena y me inhala. Me contiene con esa pasión que solo ella puede dar, para luego exhalarme lentamente hacia el sosiego. Toda mi vida he tratado de escribir el Paraíso en mis poemas. Pero cuando ella sopla suavemente su aliento sobre todo mi cuerpo, una brisa indescriptible me confirma que ese es el paraíso.

El aire como elemento conformante también es símbolo de la luz y del vuelo. Ese sonido alciónico que la hija del viento produce para hacernos más sabios, o como diría Nietzsche “El aire es una especie de materia superada, adelgazada como la materia misma de nuestra libertad”. Sin embargo debo admitir que la vida me ha tratado con más suerte que al filósofo, pues he podido constatar esta verdad, en la libertad que otorga el verdadero amor de una mujer. Decía el poeta Miguel Hernández: solo el que ama vuela, y yo por el amor de ella me he convertido en ave del paraíso. Cuando ella aparece, todo en mí se transforma en una danza que vuelve rojas las ramas de los árboles. Una sola señal de su mirada y ocurre de manera incontenible un despliegue de alas hasta los extremos más intangibles de mi alma, con un esplendor único y desconocido. Y como decía el poeta: Ella se pregunta temblando:“¿Qué hice para despertar semejante esplendor?”

Pero tal vez, dentro de la simbología secreta del aire, la advocación más extraordinaria es la de los aromas, los olores. Y es allí, en esa cualidad de las esencias decantadas de la vida y del amor, donde todo cobra su sentido. La creación es vibración pura, y esta viaja por el aire, pero su fuerza, el impulso que la genera es sin duda alguna el aroma. Aquí los atributos del vuelo, pierden su cualidad estrictamente aérea y adquieren su verdadero sentido: hundirse en la flor hasta su esencia. Cuando evoco a la mujer que amo, es inevitable sucumbir a sus aromas. Y en ese sucumbir, no sé si estoy volando o hundiéndome en ella, o ambas cosas a la vez, como el abejorro que atraviesa el aire para llenarlo de polen. Sin embargo, la plenitud aparece cuando ese sentido de vuelo se contiene en su entrega, en el rubor de sus costados, cuando recibe aquella parte alada de mi carne y de mis huesos, para que se produzca la unión, la alianza, el ritual de la creación, la hierogamia sagrada, llena de aromas y de estados de conciencia que solo el amor puede provocar. Ella entonces es “La Amada” y yo “El Amado”. Es el Cantar de los Cantares donde ella dice: Mientras mi amado estaba en su reclinatorio mi nardo dio su olor…mi amado es para mí, un manojillo de mirra que reposa entre mis pechos. Ebrio de sus aromas nada más podría agregar como no fuera susurrar yo también el nombre de la Amada: “El olor de tus suaves ungüentos, y tu nombre amada mía..Tu nombre como un ungüento derramado. Susurro derramado que resuena sobre el olor de las manzanas y el aroma de las viñas, y que tanto se parecen a la esencia que destila su piel dorada y al aroma de su boca.

El amor es libertad, es la absoluta libertad. Hace poco, parado en el umbral de la tarde y en plena soledad, me declaré “espíritu libre”, poseído del “Sonido Alciónico”. Bajo aquella revelación definitiva, declaraba mi vinculación desde una visión única, abarcante y libre. Mi relación y mi diálogo con el mundo como debe ser, y sobre todo mi voluntad de oír despojadamente, vivir la integridad, de lograr consustanciarme con ese espíritu que se parece tanto al viento y al paso de un ave. En esos días había vivido experiencias únicas y permanentes a pesar de su oscilación incesante y su dinámica envolvente. Contradictoriamente declaraba también que esas vivencias, esas experiencias vinculantes, habían sido vividas en soledad y a que pesar de mi deseo, me había sido difícil el compartirlas. Aun así y con mucha fe, en ese atardecer, me declaraba “espíritu libre”, como claro presentimiento de lo inminente.

Hoy esa fe inquebrantable está contenida y colmada en la mirada de una mujer susurrante que me está enseñando la ruta de regreso al paraíso, que toma mi mano en un gesto de alianza infinita revirtiendo de manera total el Génesis y el drama de mi vida fragmentada en un retorno cierto y aéreo que me sumerge fecundante y ebrio en su flor más secreta…que me transforma en danza de cortejo, en ave del paraíso, en esplendor puro, aunque ella misma tiemble y se pregunte: ¿Qué hice para despertar semejante esplendor?