Las cuatro edades de la mujer

Los antiguos griegos, celtas, germanos e hindúes, siempre han hablado de las “tres edades de la mujer”, eco que se ha recogido y se sigue recogiendo en el arte, como el exquisito cuadro de Gustav Klimt: niña, doncella y anciana. Estas visiones, aunadas a las determinaciones de las fases de la luna en alma humana, reiteran el manifiesto y misterioso proceso de transformación de la mujer. El punto central de la mejor y más exquisita explicación del mito poético que ha llegado a mis manos y mi corazón, ha sido la de Don Robert Graves en su libro “La Diosa Blanca”, libro central del que he estado recibiendo continuas revelaciones. Sin embargo las mejores revelaciones le llegan a uno por la vía de la “Gracia”. Digo esto porque (a riesgo de asumir una postura aparentemente irrespetuosa con la tradición mitológica y arquetipal de los antiguos) en este momento de mi vida creo que a todos ellos les faltó una cuarta edad, una cuarta fase, tal vez la más esplendorosa y vibrante de todas: La mujer integral e integrada, la mujer madura, la mujer fruto.

Estoy buscando todas las referencias posibles y no encuentro nada en los antiguos mitos que mantenga la secuencia de las fases, con la consideración de esta tan importante manifestación. Más sin embargo, en este momento no deseo desentrañar el “por qué” de este hecho. Prefiero embargarme con la revelación y extasiarme con ella. En mi vida he tenido vínculos afectivos con las madres, las hermanas, las amigas, las novias, las esposas y las hijas. Pero de alguna manera todas estas viviencias han estado signadas, por mi propio reflejo de lo femenino: la ternura de las hijas, lo femenino en su niñez, la veneración por las madres y mi casi irreversible tendencia a buscar (y encontrar) doncellas para ejecutar sus redenciones en intentos de provocar dichas transformaciones a través del tan requerido rapto. Ha sido sin embargo con la entrada a esta edad dorada, que me ha sido revelado que no sólo la mujer se transforma a través de los encuentros fecundantes con lo otro, con lo masculino, sino que el hombre también sufre importantes transformaciones cuando asume esos encuentros con lo femenino de manera integrada.

Creo que he sido una especie de “pater familiae” a la usanza antigua, con una camada de siete hijos y por ende he fecundado (y me he fecundado a mí mismo con el tiempo) en tres mujeres, todas ellas extraordinarias a su particular modo. Pero fecundar el alma de una mujer es otra cosa aún más profunda e importante. No sé todavía con certeza (pero si con fe) hacia dónde me llevará esta revelación. Lo que si sé, es que el contacto con una mujer madura y esplendorosa, integrada y en su hito de dulzura, (la dulzura está encerrada en el corazón de los frutos) es como ese paisaje abarcante y generoso, que acoge tu mirada y te vincula con aquello que parecía al principio inalcanzable… tu propia integración, tu propia alma.